mayo 06, 2010

¿Soliloquio? "No más"

Heme aquí, después de haber fijado por más de una hora la vista en mi pantalón; tan arrugado, devolviéndome la mirada con sus ojos de sombra creados por mi lámpara; aquella que no merecía mi atención, escribiendo la falsa ausencia de ideas que me ha inspirado.

Comencemos entonces a divagar, mi querido lector— ¡qué delicia es poder llamarme lector, existirme en un papel!–, para que tenga la oportunidad de sentir mi sentir: una profunda confusión.

He notado que usted posee la cualidad de cambiar su conciencia. Cada vez que soy leído, mi mensaje se deforma, es filtrado y acarrea consigo sedimentos de cada mente que lo procesa; alojándolos en la memoria de cada una. Pero ahora, usted se atreve a decirme qué escribir; se atreve a derramar sus sedimentos en mi escrito. ¡No!, no me quejo, no podría, de hecho prefiero que sus desechos queden en este escrito para que, con suerte, pocos de ellos ensucien esos filtros de los que hablo; algunos son tan finos, que logran comprender por completo la pequeña porción de su alma impresa en estas letras.

Habrá notado, seguramente, que el alma es una gran necesidad humana – ¡en efecto lo sabe!, ¡lo acabo de escribir! –. Así como usted no confía en nadie más que en mí (siendo usted, siendo yo, siendo nadie) para decir estas barbaridades, nadie confía en sí mismo sin comprender los tremendos dilemas en los cuales, lamentablemente, reside nuestra confusión. Por eso acudo a usted, para poder aliviar nuestro sentir – ¡Sí, nuestro! Por leerse… leerme… ¡Leernos!, en fin–.

El alma es un concepto y nada más: es el concepto del ser. La necesidad humana de sentirse real está plasmada en su creencia de tener alma; la pobre no puede existir sin ser idealizada o imaginada pues, en realidad, no existe. Es omnipresente para los humanos porque sólo existe en su realidad; no conocen otra más allá de sus ideas, de sus conocimientos y de sus conceptos – ¿Cuándo dejé de ser humano? –. Los sentidos se ven reducidos a cenizas cuando conocemos nuestro cerebro. ¿Acaso sólo somos energía electroquímica? ¿Y quién nos brindó voluntad si ésta no es otra cosa que una función cerebral?...

“¡Alma estúpida! ¿Acaso no puedes existir por tu cuenta sin ver tu reflejo? ¿O no eres nada más que eso: un reflejo, falso e informe? ¡Me avergüenzo de tener que idealizarte y escribirte para poderte reclamar!” Grité, con todas mis fuerzas, en mi imaginación pues, debido a una extraña afición mía –tal vez manía–, estaba escribiendo en la madrugada. En realidad, llevaba días intentando escribir esto; fue lento y doloroso escribirlo mientras me hundía en el hueco que dejaba la transición de mi alma al papel, de la nada a la nada.

–Un momento –pensé mientras releía mi texto–. Aquí, soy el alma.

Caí al vacío.





–Eres más frío de lo normal –escuché mientras mi mente divagaba–. ¿Lo sabías?

Ni siquiera recuerdo mi respuesta, no me importaba en ese momento – ¿Qué importaba aquella ilusión por más bella y placentera que pareciese antes? Ahora no valía nada; no después de perder mi alma–. Sin embargo, algo importaba en ese momento; aquello que entonces me hacía dudar la ausencia de mi alma, aquello que de alguna forma me hacía sentir real: un profundo dolor.

No se lo explicaría, no querría que sufriera como yo –aunque sospecho que no lo aceptaría; ni siquiera lo escucharía. Nadie abandona su felicidad por pensar que en realidad no existe; o ella, al menos, no lo permitiría–. Tampoco quiero buscar consuelo –sólo existen dos posibles resultados: volver a engañarme a mí mismo, o perder la única porción de realidad que me queda–, no lo permitiré. Podría llenarme de aquel alimento de masas, de aquel engaño tan falso; podría encender cualquier televisor y atascar mis oquedades con su característica mierda confitada; podría cometer estupideces que otros cometen para parecerme a ellos pero, a juzgar por mis insultos, ése no soy yo – ¡Increíble! Ahora me veo reducido a hacer deducciones para saber quién, o qué, soy–.

Después de tremendo soliloquio, puedo deducir una caída de algunos metros hacia la oscuridad… hacia mi oscuridad… hacia mí. ¡Ahora me siento tan cercano! Podría jurar que estoy a unos centímetros de mi inexistencia; podría abrazarme y asfixiar mi inútil respiración, ese inútil compás que sólo mantiene la máquina de mi cuerpo en función, ese ritmo tan caprichoso; lento al dormir y al reposar, acelerado cuando el cuerpo lo requiere o a la primera señal de amor.

Amor… ¿Amor? ¿Acaso existe el amor en nuestra inexistencia? ¡Ay! –un instante después de preguntarme esto, su irrelevancia me aguijoneó el músculo cardiaco– ¿Eso fue, acaso, un poco más de realidad?

–Camina, porque aquí no se puede llorar a gusto– escuché como un eco. Un amigo, o alguien que me consideraba uno suyo, era quien hablaba. ¿Existiré para él? (de nuevo aquel aguijón) ¿O en él?

Después de despedirnos de aquella mi… ¿mi qué?... ¡Ay!... ¡Estúpida realidad!

Después de despedirnos, me guió a un lugar concurrido. No escuché ni su voz, ni la de alguno de aquellos entes errantes; me protegían las gruesas paredes de mi indiferencia. Éstas fueron duras e impenetrables hasta el primer susurro de aquélla voz impregnada de dolor, dejándolas tan frágiles como las palabras que estaba a punto de escuchar –seguramente mi aguijoneado corazón entendió fácilmente a aquél que hablaba el mismo idioma de palabras espinadas–.

–Me duele, mucho; mas no puedo llorar. ¿Te ha pasado? – dijo débilmente.

Una chispa de ira reflejó su luz en las paredes de mi corazón, ahora tan vacío. Él sabía que me había pasado, él sabía que lo había vivido. ¿Por qué lo preguntaba? Seguramente ignoraba mis pensamientos.

–Sí, y lo sabes¬– dije mientras me confundía a mí mismo por enésima vez: Una terrible curiosidad me invadió; en efecto, me preocupaba por él.

–Perdón. Me sentí el ombligo del Universo– se disculpó.

“¿Por qué se disculpó? ¿Por qué se molestaría en hacerme sentir bien?”

–Debe de tener muchos problemas de autoestima para dejarte ir así.

“¿Y por qué yo siento la misma necesidad?”

—Quizá sí. Pero, ¿qué puedo hacer? No tengo ánimos para «luchar». Siempre estaré ahí, a su disposición: podré ayudarle con mucho gusto cuando lo necesite. Y si es feliz con alguien más, yo también lo seré.

“¡Vaya ridiculez! Hasta él lo debe saber. Pero no puedo decírselo bruscamente.”

“¿Por qué no?”

“¿Qué importa?”

—Y… ¿Si no es feliz?

—Entonces veré si puedo ser feliz de otra manera.

“¿¡Y por qué no lo haces de una maldita buena vez!?”

“¿¡Y por qué quiero que sea feliz!?… Sospecho que él procura lo mismo para mí.”

“¡Qué extraño!”

— ¡Ah! Ya se me pasará.

Aquella conversación fugaz, concluida con el “¡Ah! Ya se me pasará” de su boca, me permitió notar de nuevo mi dolorosa irrealidad. Él sabía, como todos, que al final no importaría nada. Se le pasaría. En la vida, o en la muerte, se le pasaría; estoy seguro.





Regresé con ella, por no dejar el hábito más que nada. Traté de explicar mi sentir, pero las palabras salieron como plastas informes y pegajosas ante el miedo de perderla – ¿Miedo? –. Dio un paso atrás, y sólo necesité eso para buscar desesperadamente su mirada. Fue entonces cuando mi piel rozó la fría soledad.

Sentí un beso. Mi respuesta no pudo ser más fría, lo noté en sus ojos; – ¿Qué tenían aquellos ojos que me hablaban? – con un ligero exceso de humedad, dudosa en gotear, me expresaron su confusión.

Acaricié su rostro mientras bajaba lentamente mi mano hasta su boca. Moría por besarla. Mi mano dio señal de mi anhelo, al cual ella rindió delicadamente su cuello. Cerramos simultáneamente los ojos, buscando nuestra oscuridad; esa ausencia de alma donde todos imaginan tenerla. Al primer roce de sus labios sentí su calor, su humedad, su suavidad y, sobre todo, su sensibilidad. Su aliento acarició lentamente mi rostro mientras exhalaba un delicado gemido, tan sublime, que cualquiera diría que no existió. Ella me sentía; yo existía, y ella existía en mí, inundándome, haciéndome estremecer. “Mi alma nunca estuvo tan cerca de mi piel” pensé mientras la acariciaba de esa peculiar y hermosa manera.

En efecto, tenía razón el escritor: el alma no existe, es concepto; sólo es un reflejo. He aquí el reflejo en su más pura expresión: cuando se siente el sentir del otro.

¡Alma estúpida!; al igual que nosotros, te niegas a sentirte real y a saberte irreal.